Fui a Madagascar para admirar los baobabs de Morondava, pero me
encontré con una isla de 1.600 kilómetros de largo que me enamoró por sus
variados paisajes: arrozales, vegetación exuberante, animales tan curiosos
como los lémures y playas magníficas al sur y al norte.
En Madagascar casi todo empieza en la capital, Antananarivo (Tana para
los amigos), una ruidosa ciudad que se esparce por 18 colinas, con mercados
callejeros, un lago y un palacio. En Tana me familiaricé con la moneda local,
el ariary, aprendí que el arroz es el principal alimento y alquilé, con mi
amigo Patrick, un guía francés que lleva años en la isla, un vehículo
todoterreno para ir a Morondava.
Al salir de Tana todo cambia. El caos urbanístico se diluye y asoman
las Tierras Altas, un paisaje verde de colinas suaves, tierra rojiza y
arrozales. «La mezcla de África y Asia en el paisaje se debe a que la isla la
poblaron indonesios», me cuenta Patrick. Nos cruzamos con
muchos taxi-brousse, minibuses cargados en exceso cuyos conductores se
juegan la vida para ganar unos minutos.
En Antsirabé, 160 kilómetros al sur de Tana,
los pousse-pousses (carritos tirados por un hombre) confirman la
vocación asiática de la isla. Aquí la carretera se desvía hacia Morondava a
través de un paisaje en el que los prados donde pacen cebús se alternan con
plantaciones de caña de azúcar y bosques esquilmados que ilustran la
deforestación de la isla. Unas apetitosas samosas (empanadillas
típicas del sur de Asia) sirven de almuerzo en una de las muchas paradas que
hay junto a la carretera.
Poco antes de Morondava aparecen los primeros baobabs, reinando sobre
los arrozales. Son del tipo Adansonia grandidieri, que alcanzan 30 metros de
altura. Los baobabs solo crecen en África y en la costa oeste de Australia,
pero en Madagascar viven hasta siete especies. De ahí que se la conozca como
«la isla madre de los baobabs», aunque el escritor británico Gerald Durell
(1925-1995) prefería su fauna, a cuya protección aún se dedica la Durrell
Wildlife Conservation Trust.
Justo a la entrada de Morondava un cartel anuncia la escuela Le
Petit Prince con un dibujo del Principito de Saint-Exupéry. Más allá,
unas calles polvorientas y una playa maltratada por los ciclones convierten
Morondava en una población desangelada.
Cuando cae la tarde nos acercamos a la denominada Avenida de los
Baobabs, muy cerca de la ciudad. La luz sesgada del atardecer alarga las
sombras y embellece los troncos rojizos, mientras una carreta avanza por el
camino. «He venido desde Tokio solo para ver esto», me confiesa un japonés
con lágrimas de emoción.
A pocos pasos, un par de baobabs entrelazan sus troncos: es el árbol de los
enamorados.
Unos 200 kilómetros al norte de Morondava se encuentra el parque Tsingy
de Bemaraha. Es como un bosque de piedra encantado, con afilados pináculos de
caliza que también pueblan la reserva de Ankarana, en el norte. Aquí hay que
ir con cuidado con el fady, la palabra malgache para tabú y que indica,
por ejemplo, que nunca se debe señalar una tumba con el dedo.
Que Madagascar es una isla enorme se aprende a medida que vas devorando
kilómetros. En mi viaje hacia el sur, los rebaños de cebús y los pastores
malgaches, envueltos en mantas de colores, preludian la llegada a Ambositra.
En esta ciudad se repiten los atascos de pousse-pousses, pero hay además
una agitación especial ya que se celebran las fiestas de Savika. Seguimos a
la multitud hasta un estadio donde compiten jóvenes que intentan montar cebús
de cuernos amenazantes.
Unos kilómetros más allá, los alrededores de Fianarantsoa son un campo
ideal para realizar un trekking entre arrozales y aldeas mínimas. Pero es en
las gargantas del parque de Isalo, con lagos y cascadas, donde la visión de
los lémures anillados me devuelve al Madagascar soñado. Poblados improvisados
de buscadores de zafiros, la fiebre del oro malgache, preceden más adelante
el regreso de los baobabs, en la región de Tulear, una población que cuenta
con playas de arena y restaurantes que sirven filete de cebú aromatizado con
las especias de la isla, sobre todo la vainilla.
Unos días después volamos hacia el norte, a la isla de Nosy Be, donde
la vegetación tropical envuelve playas en las que abundan el pescado, la
langosta y el coral negro. En la costa oriental de Madagascar existe otro
paraíso similar en la isla Sainte-Marie, con arenales bordeados de palmeras y
aguas de cristal.
De regreso a tierra, seguimos la costa norte en taxi-brousse hacia
Diego Suárez, una ciudad donde dejó su huella la presencia colonial francesa.
Fue aquí donde unos piratas fundaron, en el siglo XVII, la república utópica
de Libertalia. «Se repartían el botín a partes iguales», me cuenta Patrick,
«pero no contaron con la población local. Un día bajaron los malgaches de las
montañas y acabaron con todos y con todo». Hace mucho que ya no queda nada de
aquella efímera república pirata, pero en la calle principal de Diego Suárez
una pintada recuerda la utopía que reinó en el norte de esta isla de ensueño.
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I went to Madagascar to admire the baobabs of Morondava, but I found an
island 1,600 kilometers long that love me for its varied landscapes: paddy
fields, lush vegetation, animals as curious as lemurs and magnificent beaches
south and north.
In Madagascar almost all it starts in the capital, Antananarivo (Tana
for friends), a noisy city that spreads by 18 hills, with street markets, a lake and
a palace. In Tana I became familiar with the local currency, the ariary, I
learned that rice is the staple food and rented, with my friend Patrick, a
French guide who has spent years on the island, an SUV to go to Morondava.
Tana Leaving everything changes. The urban chaos is diluted and
overlook the Highlands, a green landscape of rolling hills, red soil and
paddy fields. "The mixture of Africa and Asia in the landscape because
the Indonesian island peopled" Patrick tells me. We passed many Taxi Brousse,
minibuses loaded in excess whose drivers risk their lives to earn a few
minutes.
In Antsirabe, 160km south of Tana, the pousse-pousses (carts pulled by
a man) Asian confirm the vocation of the island. Here the road is diverted to
Morondava through a landscape where meadows where grazing zebu alternate with
sugar cane plantations and forests depleted illustrating deforestation of the
island. A mouthwatering samosas (typical South Asian dumplings) served lunch
in one of the many stops next to the road
Shortly before the first baobabs Morondava appear, reigning over the
rice fields. They are the type Adansonia grandidieri, reaching 30 meters
high. Baobabs only grow in Africa and the west coast of Australia, but in
Madagascar live up to seven species. Hence to be known as "the mother
island of baobabs" although the British writer Gerald Durrell
(1925-1995) preferred fauna, whose protection is still devoting Durrell
Wildlife Conservation Trust.
Just at the entrance of Morondava a poster announces the school Le
Petit Prince with a drawing of the Prince de Saint-Exupery. Beyond, a dusty
streets and a beach battered by cyclones Morondava become a soulless
population.
When evening falls we approach the so-called Avenue of the Baobabs,
close to the city. The slanting light of evening shadows lengthen and
beautifies the red trunks, while a cart moving on the road. "I came from
Tokyo just to see this," a Japanese confesses me with tears of emotion.
A few steps, a few baobabs entwine their trunks: the tree lovers.
About 200 kilometers north of Morondava is the Tsingy Bemaraha Park.
It's like an enchanted forest of stone, with sharp limestone pinnacles that
also populate the reserve of Ankarana in the north. Here we must be careful
with the fady, the Malagasy word for taboo and indicating, for example, you
should never point a tomb with your finger.
Madagascar is a large island you learn as you go devouring kilometers.
In my journey south, herds of zebu and Malagasy shepherds, wrapped in
colorful blankets, foreshadow the arrival in Ambositra. In this city jams
pousse-pousses are repeated, but there is also a special agitation as Savika
parties are held. We followed the crowd to a stadium where young people
compete trying to mount threatening zebu horns.
A few kilometers away, around Fianarantsoa they are an ideal place for
trekking through rice fields and villages minimal field. But it is in the
gorges of Isalo park with lakes and waterfalls, where the view of the ringed
brings me back to Madagascar lemurs dreamed. Improvised settlements seekers
sapphires, fever Madagascan gold, preceding later the return of baobabs in
the region Tulear, a population that has sandy beaches and restaurants
serving steak flavored zebu with spices on the island especially vanilla.
A few days later we flew north to the island of Nosy Be, where tropical
vegetation surrounds beaches where fish, lobster and black coral abound. On
the east coast of Madagascar there is a similar paradise in Sainte-Marie
island with palm fringed beaches and crystal waters.
Back on land, we follow the north coast by taxi-brousse to Diego
Suarez, a city which left its mark French colonial presence. It was here that
pirates founded in the seventeenth century, the utopian republic of
Libertalia. "The spoils were divided equally," Patrick tells me,
"but did not have the local population. One day down the Madagascan
mountains and ended with everyone and everything. “Long ago there is nothing
of that ephemeral pirate republic, but on the main street of Diego Suarez a
painted recalls the utopia that reigned in the north of this island dream.
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